31/3/10

LAS PENAS Y LA BOMBACHA

          Carlos enroscó la feta de queso en un cuchillo y prendió la hornalla. Fuego azul bajo cena amarilla y rancia. La hacía girar en su lugar mientras se despegaba el calzoncillo de la raya, sin motivos para suponer que el teléfono sonaría en unos segundos y lo dejaría sin tiempo para comer ni para cambiarse el calzoncillo. 
          Inés era alcohólica. Desde su divorcio vivió, o durmió (dá igual el verbo) desparramada en un sillón, en una casa de persianas bajas y un agrio olor a encierro que invitaba a tomarle el pulso cada vez que alguien entraba. Bastaba con verla para imaginar que Dios la había soltado desde una nube dejándola estrellarse contra aquel sillón como si fuese un jarrón hecho añicos y que nadie se ocupó de barrer.  
A veces se alejaba sobria rumbo a la plaza, de la mano con su cigarrillo, bañada en sol, a comenzar de cero. A su regreso le comentaría a su hijo Esteban acerca de retomar las clases de modista. Su aliento apestaría a pochoclo y las persianas estarían enrolladas bien arriba. Pero a Esteban le tocaban las comisarías y a su amigo Carlos los hospitales. Las noches fueron frías y demasiadas, cada una con su final feliz, porque felicidad era Inés durmiendo sobre el pasto y no bajo una sabana de morgue con expresión de huella de tren. 
          El queso llovió sobre la hornalla y el auto de Carlos no había llegado a detenerse del todo cuando se bajó. Su corazón era una especie de cadáver claustrofóbico que se acababa de despertar adentro de un ataúd conciente del tipo de situación en la que se encontraba. 
Dio tres zancadas hasta la entrada. La puerta estaba abierta y pudo verlo a Esteban estrellado contra el sillón. Se retorcía y lloraba como un pez atrapado en una red a punto de convertirse en pescado. Un tema semántico que marcaba la diferencia. Vaya poder el de la palabra.
Carlos permaneció rojo y estúpido. Los latidos fueron cabezazos mientras la ducha rascaba el lado izquierdo y recostado de Inés. 
          El velorio no fue muy diferente al resto de los velorios. Extraños riendo. Extraños llorando. Extraños pidiéndoles a otros extraños que les avisen si saben de algún puesto de trabajo disponible. Y por supuesto, las coronas, de parte de los extraños que no pudieron asistir. 
Fue martes. Un día fabricado con partes del sinsentido de la humanidad. Para Esteban mañana también sería martes. Tambien lo sería pasado. Pero pasado fue jueves, y al pie del pequeño escenario se encorvaba para colocar un billete de veinte en la cadera de una bailarina medio desnuda y algo tambaleante por sus problemas de alcohol. 

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LIBERE ESE PEDO LITERARIO, Y DEJEME SU PALOMETA.