27/7/10

CUANDO LOS PERROS

      Había dejado mi campera en un sillón junto a otras camperas. La gente iba y venía. Yo iba y venía. A la campera le ocurrió lo mismo excepto la parte de "venía".
Cumplí con la pantomima de dueño angustiado y revolví entre las otras porquerías mientras interrogaba a una mujer cruzada de piernas, que sin despegar el vaso de su boca movió la cabeza hacia los costados. Le agradecí con un bostezo y deduje que era momento de reconocer que era una campera de mierda y que debía marcharme de esa fiesta.
Afuera hacía frío y obviamente ahora se notaba más. Me palpé los bolsillos del pantalón y todo estaba bien. Llaves, cigarrillos, documento. Maldición, el celular estaba en la campera. Agaché la cabeza. La puta que lo parió.
Enseguida recordé que había sido un regalo de mi hermano. Hubo una ligera pausa. El frío me apretó más. Subí la cabeza y me quedé un rato largo mirando al cielo. Lo hacía con los ojos cerrados. La puta que nos parió a todos.
Caminar. La mayoría de los problemas de mi vida se habían arreglado caminando. Fui hasta la esquina y baje por Paraná. Tenía treinta cuadras a mi disposición. Las caminaba de una manera extraña, mezcla de furia y un tiro en la nalga. Claramente no lo estaba aceptando por las buenas. Claramente no tendría que haber ido nunca a esa conchuda fiesta. Gruñía y arrancaba hojas de los árboles sin detenerme y sin ver lo que arrancaba porque lo único que veía era que no tendría más celular. Pude haberle extirpado un dedo a alguien y enterarme al otro día cuando metiese la mano en el bolsillo y notara que a mis llaves le salieron uñas. Pero siendo las seis de la mañana no había nadie con quien meterme. O sí, pero yo sólo arrancaba cosas y me adaptaba a la idea de vivir sin un celular.
A mitad de camino saqué mis cigarrillos y se me ocurrió que podría aprovechar la jugada y dejar de fumar. Aquello me caía perfecto para equilibrar el asunto ya que los cambios de a uno jamás me habían funcionado. Cuando me echaron de la fábrica me rapé la cabeza y ya no pensaba en la fábrica porque en el espejo tenía demasiado en qué pensar. Es instintivo. Si hay un cambio enseguida tiene que haber otro.
Finalmente el paquete rebotó contra el piso y algunos cigarrillos quedaron desparramados. Parecían cadáveres. Lo eran.
En tres pasos las cosas habían dado el vuelco esperado. Lo único que repondría sería una campera. Para comunicarme usaría la boca y algún teléfono público. En cuanto a mis contactos… ¡mierda! me acababa de morir para varias personas. Magnífico.
Entonces dí la vuelta y retrocedí unos metros. Me agaché. Tomé uno y me lo puse entre los labios. No mereceré muchas cosas, pero éste sí.
Faltaba poco para llegar cuando me enteré de que me seguía un perro. Era demasiado previsible que algo así sucediera. Que Dios encontrara la manera de estar metido en esto. Bien, vamos a acariciarlo. Buen chico. La segunda cosa previsible sucedió cuando el perro entendió que ya me pertenecía. No lo culpo. Antes de que me quedara sin opciones le pegué un par de zapatazos al piso e improvisé unos sonidos con la boca suficiente para que comprendiera mi intención. Retomé la marcha. Estaba cansado. Mis rodillas habían envejecido de golpe. Volteé hacia atrás un par de veces y fue fácil darme cuenta de que el perro había comprendido mis planes perfectamente. Doblé en la esquina, ya no tenía que caminar más.
      Abrí los ojos cerca de las dos de la tarde. El teléfono sonaba sin parar. No atendí. Se repitió la acción dos veces más, ambas con el mismo final. Me había propuesto atender la próxima vez, levantarme y caminar descalzo hasta el comedor para ponerle fin al asunto. Y así fue. El frío del piso me llegó hasta el culo y yo levanté el maldito tubo.
―Diga.
―¿Usted perdió algo ayer?
Mierda. Me había olvidado por completo.
―Si señor.
―¿Lo quiere recuperar?
―Creo que lo que importa es lo que quiere usted.
―Doscientos por las dos cosas.
―Le doy cien por una.
―Hecho.
―¿Dónde y a qué hora? ―pregunté.
―En una hora, en la esquina de… usted ya sabe dónde.
―Supongo que donde perdí mis cosas.
―Exacto. Óigame, ¿cuál le llevo?
―Las dos.
―Pero usted dijo que…
―Lleve las dos, no se preocupe.
―Bien. No quiero cosas raras.
―No las tendrá.
Me eché en el sillón. Perdí la mirada en mis pies fríos y ennegrecidos de mugre. Me levanté de un salto y regresé a la habitación a cambiarme. En tres minutos estaba en la vereda, echándole llave a la puerta. El viento me desenroscó un poco la bufanda. Me la acomodé. Luego caminé hasta la esquina y me metí en Paraná. El perro estaba tirado en el pasto. Ni se movió.

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